Cabello de ángel

Se descubrió hace unos veinte años
un asesino múltiple de niños
de entre dos y seis años.
Era un gordo pastelero
huérfano de niño,
cuarentón educado y solitario
de mayor
que atendía con una sonrisa
tras el mostrador de sus pupilas
titilantes, aguadas
y siempre enrojecidas.
Sus dedos gruesos y cortos
de mujer
edulcoraban hábilmente
cumpleaños y pasteles,
tartas de bizcocho de tres pisos.
Su destreza con la masa
y su respiración entrecortada
le ayudaban a viajar,
a fijar su vista en otros mundos
y espolvorear cierto sabor
de ese peregrinaje imaginario
en sus confituras infantiles.

Felipe fue encontrado a trozos,
su bracito en la trituradora
los dedos picadillo
su muslo izquierdo colgando
en la gran cámara frigorífica
junto al cuerpo de Guillermo
sin sus ojos verdes de cereza.
El pastelero silbaba aquella noche
una melodía muy antigua
que se deslizaba por la luna acerada
sobre la despensa metálica
y brillante de utensilios de cocina.
Sudaba como siempre;
mezclado en harina
se secaba el sudor
con un pañuelo viejo de tela.

Dos pequeñas calabazas rellenas
fueron las cabezas de Raúl y Paula,
a través de sus cuencas vacías
crepitaba el fuego fatuo
de una vela prendida
una luz rojiza y maternal
que calmaba de ansiedades y locuras.
Fresas, sirope y avellanas
completaban la bandeja
y de vez en cuando un coágulo de sangre
sin secar, burbujeaba
y estallaba de repente.
A nuestro obeso pastelero le costó despegarse
del regazo acogedor de tal encanto,
de esa luz fetal y primordial
ya olvidada
que esmerilaba amniótica
y ciega a la lumbre de la muerte.

Ya de madrugada
dicen que
aquel pastelero puso a la venta
ese refugio
de dos cabezas
en el escaparate nevado
de un Halloween
de hace más de veinte años
y que los que vieron aquello
guardaron a lo prohibido de
de su consciencia
el silencio reunido
la apetencia desmedida
la belleza sublime
de los cráneos trepanados
de esos niños.
Nunca verían una luz igual,
así,
terciopelo placentero
albeado de rojo madre.