Psicofonías. Pista número 2: Escritura directa. Psicografías.

Mi padre acumulaba pilas de periódicos pasados 
bajo el grifo del fregadero, 
era una manía suya heredada de otra época.
Después, en navidades, 
descubrí que me gustaba envolver los pocos regalos que compraba 
en ese papel de periódico,
era mi marca autoral en navidad y
la única ocasión en que las noticias adquirieron todo su sentido;
no era difícil, seleccionaba al azar las páginas del periódico
y apartaba de ellas sus anuncios en color. 

Al envolverlos me sorprendían los inesperados lazos asociativos 
que se formaban entre un regalo y su destinatario,
porque los periódicos se entremezclaban desde tiempos inmemoriales
allá abajo y en sus estratos podían compartir tierra 
una página de los noventa con otra de finales de los setenta.
Así, se formaban curiosos pliegues mnemóticos que obligaban 
por ejemplo a Simon Perés a plegarse en un regalo para mi hermana, 
dejando a medias su declaración sobre oriente medio, 
o surgían entre el papel y el celofán
rasgaduras inesperadas en un discurso de Bill Clinton
hasta anunciar contactos 
en secciones solapadas a vuelta de página cambiada,
otra veces eran los índices de bolsa del Dow Jones
los que se arrugaban hasta dignificarse 
en la fisicidad de un humilde presente navideño,
comprado en cualquier parte, envuelto de cualquier manera.

Una vez vi las isobaras climáticas de las últimas páginas
abrir su clima como un presente
y torcer las distancias a la altura de París
para dejarla a un solo paso de Valencia. 
Entre palabras e hilos de dos páginas de dobleces, 
sobre esas páginas de periódico, 
había escrito: “Papá”, “Mamá”
en grueso rotulador de color rojo.

Es curioso, pero con esos periódicos rancios de pila de cocina
empecé a descubrir que a veces el tiempo resucedía 
solo para explicarse mejor, 
que los fantasmas no son más que síntomas y repeticiones, 
psicofonías que se escuchan en la noche más inesperada.

Recuerdo que una de las últimas veces 
que envolví regalos con aquellos periódicos, 
encontré dos o tres páginas rayadas con la fuerza y el pulso 
que solo tienen los niños o los muertos.
Ahí estaban, esos garabatos indescifrables, 
duros  y contundentes como un fósil palpitante
restallando como un relámpago de carne
entre mis manos.

Nunca supe a quién pertenecieron aquellos trazos,
supongo que reclamaban tu presencia de médium o fantasma 
para que dieras voz a la escritura directa
de esas inesperadas psicografías reencontradas a futuro.
No envolví nada con ellas, recuerdo que las aparté
y que quizás volví a dejarlas bajo la pila del fregadero,
como quien entierra de nuevo a un ser querido que se levanta de su tumba.

Hoy ya no es necesario que madrugue en secreto 
para robar de la pila del fregadero y al azar del tacto
una buena añada de hojas de periódicos 
con las que envolver los regalos, con prisas y a escondidas, 
mientras crecía aquel murmullo de voces extinguidas
que amanecía nerviosamente entre la cocina y el pasillo. 

Hoy todos llegamos a casa de mi padre con los regalos ya envueltos en cuadrantes perfectos, plegados como una camisa recién planchada, 
con su ticket de canjeo o devolución,
con su garantía por si no te gusta, por si ya lo tienes,
regalos relucientes como un neón de hotel turístico, 
como un fondo de inversión para tu equipo de fútbol.
Ya no hay prensa escrita y física
bajo el fregadero de casa de mi padre,
solo publicidad rugosa y buzoneo a todo color de grandes superficies,
ya no hay papel de periódico en el que envolver psicofonías
y las voces que retornan siempre en estas fechas no pueden ceñir ya ningún regalo.

Y pese a todo las voces siguen allí
en el largo pasillo de casa de mis padres,
en alguna parte,
las quiero encontrar a tientas en el eco de las de ahora
cuando dejo el comedor en plena cena
y no enciendo la luz del pasillo 
para caminar a oscuras hasta el baño.

Entonces pienso en tu propuesta:
¿Registrarás psicofonías en tu casa encantada?
¿Encontraremos alguna de esas psicografías escritas 
entre sus paredes desconchadas? 
¿las leeremos al pasar el sismógrafo de tu grabadora, 
o aparecerán más tarde cuando amplifiquemos el sonido en la línea de tiempo de tu pantalla de edición?

Más tarde, tras las despedidas navideñas en casa de mi padre,
y ya de noche camino a mi casa de alquiler,
me detengo un momento en un bazar chino.
Acabo de comprar allí bombillas cálidas y bajo consumo, 
leds de 3000 k para cambiar el color de mi interior;
y es que creo que en estas noches que se mueven entre años
necesito seguir sin distinguir si nuestra aventura 
de grabar psicofonías está resucediendo 
o solo la estoy imaginando aquí otra vez,  
esta noche necesito guardar las luces frías de mi casa en el cajón del por si acaso,
entre los diciembres,
junto al papel de regalo sobrante de este año, 
ese que no me gusta usar pero es tan práctico 
como todo lo que solo recordamos.

Ya no hay periódicos en casas esperando bajo el fregadero
y es una lástima
porque la prensa solo roza  la verdad cuando 
envuelve las castañas calientes en los puestos ambulantes de diciembre 
o cuando sobre ella se escriben nombres queridos 
a rotulador grueso y a mano incierta, 
o cuando usábamos sus páginas dobles para surcar suelos recién fregados porque sentíamos que aun en casa, el tiempo y las voces se escapaban 
y no podíamos esperarlas más ni estarnos quietos.

Por eso 
hay que mirar siempre con respeto las paredes de una casa vieja,
te lo susurro ahora que giras la llave y abrimos las puertas de tu casa encantada 
mientras cierro la mía por dentro, cargado con bombillas nuevas 
después de visitar otra navidad en la casa de mi padre.







Psicofonías, primer intento. Pista 1: grabación de audio (Sony PCM-D100)

Dejamos atrás cinco años sin vernos con un gesto,
al primer instante, con solo mirarnos. 
Era ya de noche cuando me preguntaste
si te acompañaría a grabar psicofonías;
se trataba de un encargo, 
un compromiso al que no querías ir sola.
La idea me cautivo;
estábamos en la puerta de un pub y por entonces 
ya habíamos mezclado la nueva carne de la película de Cronenberg 
con la nuestra reencontrada en algunos vinos y gin-tonics.

Por supuesto, 
ni has vuelto a hablarme de aquellas psicofonías
ni hemos vuelto a vernos desde entonces,
pero me acuerdo de ellas y de ti
y ahora tu idea de buscar voces abandonadas 
en la casa encantada de aquel pueblo 
es un zahir borgiano que ha ido creciendo en mí,
una pequeña esquirla de obsesión que se ha enredado en mis rutinas 
prendiendo inesperadamente una lumbre necesaria 
que calienta y expande la luz de los cuerpos, 
el misterio del tiempo,
las ilusiones olvidadas. 

Siempre has tenido esa capacidad sobrenatural 
de encapsular el tiempo en tu voz 
y dejarla rodar en mí imaginación 
para que de sus restos surja una tinta de otros mundos, 
un conjuro que crece en mí contra el día a día,
un caleidoscopio de imágenes sin voz
y fantasmas sin tiempo
en el que lo importante es vernos bifurcados
en tus pequeñas variaciones
y lo de menos 
concretarnos en esta realidad, que es solo una.

ya ves, ahora pienso en tus psicofonías, 
a diario, de repente,
momificadas en otra de tus citas y propuestas en el aire,
pienso en ellas, un miércoles cualquiera
entre las paradas del metro camino del trabajo,
pienso en esas voces sin cuerpo atrapadas en fractales, 
pérdidas en un tiempo cubista y simultáneo
entre las finas líneas de paredes desconchadas,
o ancladas a las puertas de un beso
entre la parada de Ángel Guimerá y Colón
de la línea 5 del metro,
esperando a ser capturadas, 
esperando a ser descubiertas,
cuando de repente, y sin venir a cuento, 
veo tu blanca espalda desnuda frente a mí,
tu cuerpo dormido ya sin voz
aquella noche, en aquella cama.

Me asaltan tus psicofonías 
cuando paseo por mi barrio de extrarradio
caída la tarde de inmigrantes y trabajadores
agotados y borrachos
y veo todos sus fantasmas
y nos imagino juntos,
grabando el espacio sonoro
de esa vieja casa encantada.

Te veo sujetando tu pequeña grabadora de sonidos Sony PCM D100 
sin su plumaje antiviento
cuando buscas registrar cualquier vibración de esos espectros
en el silencio que asciende por la pared,
cuando cierras los ojos y escuchas
y me pides silencio con un gesto
bajo el atardecer acristalado, 
mientras en torpe sincronía te capturo en una antigua Super 8 
comprada para la ocasión en wallapop.

Sí, nos veo en esa casa encantada y repleta de fantasmas,
y sé que quizás nada de ello suceda,
o tal vez sí, todo ha sucedido 
y es solo que ya no soy y no te siento
porque tú misma eres una psicofonía que se desconoce,
una médium inconstante que transluce sus posibles, 
una médium que se dejó poseer por mi entreacto en una sesión nocturna
para que nuestras soledades se manifestaran 
en una psicofonía de temblores de agujas 
que se materializó en ectoplasmas y jadeos 
que bebí pasando en trance a través de tu entrepierna.

Estés donde estés
estoy seguro que si pulsaras ahora el botón de grabar 
escucharíamos nuestras propias voces psicofónicas 
suspendidas aquí lejos, allá cerca,
siempre a punto de suceder, resuceder o de perderse.
Tú y yo en esta realidad tuya,
como fantasmas esperando un descuido para pasar a este lado 
cuando quiera formarnos la luz de tu capricho.

Así que, 
ahora que sujetas otra vez tu pequeña grabadora, 
ahora que buscas en silencio
voces enterradas de otras dimensiones y posibles 
en esta casa encantada donde nos estoy imaginando,
donde soy fantasma, donde habito; 
dime:
¿Nos oyes?
da un golpe…
mi querida gata cuántica, 
me estoy manifestando…
¿Me oyes?
da un golpe…
compartamos otro vino,
al otro lado,
una tarde cualquiera.

Super 8

Está volviendo a pasar madre,
la nada se abre paso hoy, otra vez, 
entre nosotros.

La proyección nos despliega; 
allí un mar etalonado en super 8
moja mis pies, apenas sé andar
y no me reconozco,
juego descalzo con el tiempo
en un atardecer de celofán
que abre y gira
los cristales rotos del mar 
que están hoy bajo tu pecho. 

Y corro hacia ti
y no lo recuerdo,
y llego a ti
y no lo recuerdo,
orilla póstuma y brillante
¿cuánta vida de los dos 
quedó en la arena de tus ojos?

Me das la mano,
joven y morena,
miras a la cámara Yashica H-8
y aquí estamos otra vez,
en este infinito de triacetato, 
en su horizonte
de solo ocho mílimetros,
un mar adentro sin reverso
a esta luz del proyector.

Me hablas al oído,
me hablas ya sin voz
de lo que será tu imagen muda
que vendrá,
de tu fantasma de tiempos
y álbumes de fotos
sin error de paralaje.

Me dices algo breve
que no puedo leer de tus labios,
que no recuerdo,
y suelto tu mano 
que queda abierta, esperando.

El metraje se inflama y enrojece,
pero apenas sé andar 
y no tengo miedo; 
yo solo quería volver al mar,
madre,
buscar tu voz,
huir de ti, ahora lo sé,
para encontrarte.

Pero la realidad es que
estoy perdiendo tu rostro con los años
y la vida que nos queda 
es una proyección en super 8 
que acaba y salta,
que proyecta ahora en la pantalla
tu luz blanca 
que quiere hablar y queda muda,
que quiere hablar
y no encuentra mi nombre.

Shackleton

Es domingo 
y algo va mal, 
al agua le cuesta hervir esta mañana, 
hierve a medias, 
no sé si es que hoy
desde la cocina pegada a la sala de estar
de este piso de alquiler
el metro se escucha más de lo normal,
o si es la medio resaca inesperada,
casi inapropiada, 
de tardeo de cuarentón desubicado
que se obtura debajo de mis sienes
y sacude mar adentro
las líneas de tiempo
sobre las que ayer encontré
en un bolsillo de un chaquetón de invierno
una entrada
con nuestra última película. 
O si es porque, 
simplemente,
y como a veces pasa en este piso de interior
de nuevo huele mal y de repente.

Dejo la cebolla a medio cortar
el agua de noviembre a medio hervir 
y busco,
no sé que busco, pero estoy enfadado,
ese olor, como si una enredadera de cloacas ascendiera 
por el respirador mal ubicado del baño, 
pero apenas creo identificarlo desaparece
y muta a algo más indefinido,
como si algo en mal estado aflorara 
de tanto en tanto
y desapareciera de repente.

¿Puede hacerse mala la comida del congelador?
emprendo así un viaje a mi diminuto Polo Antártico 
y soy un Shackleton de hielo seco, 
desnortado sobre guisantes pegados, plásticos
y pan de piedra.

Pero al volver ese olor sigue ahí
por todas partes y en ninguna,
cuando encuentro al fin un táper y una fecha
que no parecía tan lejana
escrita por tu mano.
Entonces sonrío,
no sé si es por ser un Shackleton de Hisense, 
no sé si es porque el olor ha desaparecido,
no sé si es porque sospecho que me has eliminado del Whatsapp
y atrapado en el hielo de tu Endurance.

El agua al fin hierve 
pero abro tu pequeño táper, 
mis dedos dejan surcos en la escarcha
como patinadores 
de tu último asentamiento, 
tan congelado, tan frío.

Pasa el metro,
mi piel todavía sostiene tu minúsculo frío palpitante. 
Abro el microondas Flama 1888FL,
función descongelar.
Tengo entendido que nada se pudre bajo cero.

Shackleton,
debes saber que
un siglo más tarde, 
bajo el mar de Weddell
y a 3000 metros de profundidad 
encontraron tu Endurance,
en mi sofá de la Avenida del Cid
como allí abajo,
hundido y resplandeciente,
podía leerse su nombre.

La soñadora

Algunas veces, ya despierta, 
dices que quieres recordar, 
reconstruir tu oleaje de luz y limbo,
recuperar el destello de esos sueños 
que cristalizan después en tu mirada 
y te arrancan del tiempo y de ti misma.

Te piensas, 
y empiezas a hablar pero callas de repente, 
buscas, a golpes de timón, de gestos y de pausas,
el trazo perdido de esos mundos rotos 
en tus cuartos interiores
sin saber que yo podría hablarte de tus sueños,
de su reverso luminoso a este lado de la vida,
del rumor que deja su fractura acristalada 
en el agua de tus ojos
al pasar muy cerca de tu nombre 
ya en plena madrugada.

Cómo decirte entonces
que tu mirada se astilla 
y rompe sobre el tiempo,
que he escuchado a las velas de tus párpados 
desplegar su luz contra la noche
para robarte de la boca 
tu cuerpo en su silencio.

Cómo decirte 
que renaces cuando duermes,
que enciendes y proyectas
pasajes y sombras de tu cuerpo
por debajo del metraje de la muerte,
que sobre la pared cansada de mi insomnio
te sueñas para ser tú sin conocerte.

Son otras las vidas que tienes 
y no sabes
tejiéndose allá lejos, 
sobre el mismo tapiz blando de tus ojos
que una vez me preguntaron, 
sin querer y al despertar,
como si a punto de romperse
me quisieran:
¿qué he soñado?
¿quién soy?
¿por qué no existo?

Interestelar

Cuando despierto y no te apagas
resucedes, 
te veo entonces por los fragmentos fugaces 
de tu ausencia
y, a veces, 
les hablo con tu nombre,
te pronuncio en voz baja
y sin mover apenas los labios,
converso contigo 
sin que me escuche el presente lejano,
sin mover apenas los versos ni los labios 
de este martes.

Le hablo a tu coleta 
recogida con prisa en el metro
y en otra nuca,
al gesto dormido de tus ojos
bajo otro flequillo,
a tu perfume erizado por la ola de calor
sobre la piel de otra espalda 
a las siete treinta de la mañana
en la parada de la avenida del Cid
donde ahora vivo y nunca bajaste.

La ciencia dice hoy que dormir mal 
provoca Alzheimer,
lo que no dice es que
hemos borrado los tiempos
en el olvido de lo inmediato.
Tengo entonces que admitir 
que no sé quién eres,
que quizás nunca sucediste,
que he perseguido fantasmas 
de cinco letras con tu nombre
y que he sido injusto contigo
porque no estoy hecho para la vida
ni pretendí saber quién era
sin sentir sus entretiempos 
en las duermevelas que resguardan 
sus álbumes de luces y de insomnios
donde quiera que me toquen.

Han sido pocas las veces 
de tu cuerpo,
los cuentagotas los dejaste recorrer
entre mis manos,
como si me reconocieras demasiado
y supieras que solo puedo respirar 
en las promesas, 
en los primeros albores
de esa felicidad que no sucede
hasta que se proyecta de nuevo
distorsionada, irreal y fragmentada,
detenida en mis ojos con tus ojos del recuerdo
llamándome como entonces por tu nombre.

3.42. Caminos muertos

Son las 3.42, lo siento,
has venido a verme y tenía las manos vacías
y el corazón encogido entre la noche
de mi edad adulta.
No debí haberme dado cuenta 
de tu no presencia 
de tu no sueño
de tu brisa de ultratumba en duermevela,
del deslizamiento de tu nada por mis ojos
a los pies de un sueño
que apenas logro recordar.

Una plaza, un primer recuerdo
en el que apenas sé andar hacia ti,
solos los dos y tu piel restituida 
en la vida de un cristal,
en el latir de una imagen interior
al presente cercano de mis manos.

Tus ojos besan muy de cerca
limpian de tiempo la mirada de los míos
y con ellos
voy y vengo entre dos vigilias:
la de la tarde que cede y enciende el cielo 
de la plaza con nosotros
y la de la noche que reclama mi regreso
a una realidad que no lo es y
que será también la de tu olvido.

Es a través de esa grieta angosta de entresueños
que esmerila débil bajo el tiempo 
por la que nos miramos
sin saber quién de los dos vive
y quién regresa de este encuentro
a un mundo que te niega y que te siente
para recordarme la verdad de la vida
que olvidamos.

No recordamos nuestros muertos,  
solo sentimos su piel de tiempo cuarteada 
que refulge en la plata de la noche.  
En la emulsión de esta noche oscura
tus ojos tristes están cerca
de este hombre ya adulto que 
puede volver a sentir tu joven corazón
que me enseña a caminar de nuevo sobre el tiempo 
para retomar tus manos como un niño
y acercarlas a la luz abriéndote al paso de la vida, 
aunque no quieras,
hasta que toca tu rostro 
para desvanecerte y despertarme.

Madre, apenas sé andar ya entre los sueños 
y estoy perdiendo tu imagen con los años.
Espero tu visita.
Son las 3.42 de un miércoles muy lejano,
de un tiempo inimaginable para ninguno de los dos;
y hace solo un momento que estamos solos.

Mientras duermes

Me gustaría que vieras esta tierra
que el fractal sin tiempo de tu cuerpo
teje entre tu corazón y el sueño
para que no mueras nunca,
para que el tiempo se repita sin voz 
cuando te vayas.

Esta tierra detenida que has creado 
sabe del pacto de lo real con lo imposible,
de la urgencia de tu boca abierta,
del horizonte de sucesos de tu cuerpo
que te surca y se disuelve por tu espalda
mientras duermes.

Al fantasma que vive lejos de ti
que se llama con tu nombre y me desvela 
le digo lo que tú ya sabes,
que siento que no estés aquí
y que nada es más urgente
que revisitar ese campo de entresueños espejados
donde vive la coda de tu risa,
el cristal azul de tu fantasma 
y el retornelo abierto de tu nombre 
que comparte conmigo otras vidas que ni sueñas,
ni conoces.

No, no es melancolía,
solo es habitar el inconsciente
que no sabe del tiempo
tejer tus ojos a la noche de los míos
para que puedas mirarte muy adentro
y olvidar, 
a la mañana siguiente, 
aquello que no sabes;
que has bebido del agua de otro mundo,
descubierto un planeta que era nuestro 
y pisado la nieve de unas cumbres
en las que mis silencios
no alcanzan jamás a pronunciarte.

Y yo también,
también debo olvidar al despertar
tu presencia en el campo de mis sueños,
un poco, solo un poco, 
porque envejecer 
es convivir durante el día con la espera de lo ausente,
es aprender a que la noche vuelva a darte alcance 
en el reverso sin tiempo de mis ojos.

Silencio

 Allá donde se juntan
 las aristas de los días
 con tu espalda
 el cielo se abre y prende
 y a los pies desnudos de tu arena
 veo siempre un horizonte 
 que une 
 el mar hablado de tu cuerpo
 a un faro encendido
 y 
 a un deseo
 sobre el tiempo.
  
 Los años muerden y
 ese es mi mar,
 la falta de tu fantasía 
 más resuelta,
 porque
 cuando tiembla la luz
 de tu piel dormida 
 nos encontramos
 del lado de ese mundo
 que olvidas
 entre tus ojos encendidos
 y el perfil hablado de sus sueños.
  
 No estás,
 y no sé si estuviste,
 pero 
 cuando la noche se cierra
 el silencio despierta 
 y a media voz
 me preguntas 
 por tu nombre. 

Hablar solo

 Hablar solo es
 encontrar gestos 
 que desconoces 
 ocultos en tu nombre,
 es darles vida
 entretejidos como están
 a base de remiendos y punzadas
 en el cristal de lo imposible.
  
 Hablar solo 
 es darte luz,
 es hablar 
 entre la espuma del café que queda
 en los laterales de la taza  
 con el verbo de mis dientes
 y tu sonrisa
 que viene a acariciarme con el cuerpo
 lejano y cierto de tu ausencia
 para evitar perder del todo
 el lago de sus días.
  
 Hablar solo  
 es moldear sin querer
 lo que queda de tus dedos, la piel y el tiempo,
 la presencia táctil de tu falta cómplice, 
 incluso alegre,
 es compartirnos,
 ahora que te borras
 un poco cada día,
 es hablarte sin mover los labios
 tras los párpados de la sobremesa paciente 
 de mi cuarentena
 y su tierra repentina de presente
 sin estampas ni reflejos
 donde se mezcla la caligrafía de un niño
 el tacto de un ciempiés
 y la arena roja del Marte de tus sueños 
 tan sin vida y tan preciosa
 que convives con los ojos de mis muertos, 
 en agua líquida 
 y color acristalado.
  
 Cómo no hablar solo,
 cómo no pronunciarte
 sin tiempo ni renglones
 cuando nunca nieva
 sin tu nombre
 en este hogar de silencios y paredes
 que alcanzan la tierra de la luna
 entre la carne y la pintura de estos ojos
 que te vieron asomarte a mirar, 
 una noche,
 el muro inescrutable de sus cielos cerrados.
  
 yo
 hablo solo
 para que sigas conmigo
 aunque pierda tu rostro.